Jueves, 8.45h. Mañana siguiente a la final de la Europa League en Bilbao, Manchester United versus Tottenham. ¡Cómo no saberlo! Tres hombres de cincuentaytantos años, vaquero y camiseta azul marino, monocromía colectiva, cabello blanco o inexistente, aroma a gel de hotel de una estrella a 1.600 euros la habitación. Avanzan en modo zombi precedidos por el café en vaso de cartón que portan en la mano derecha a considerable distancia del cuerpo, como si fuera un detector de metales o la varilla de un zahorí. El vaso de café les guía: a la izquierda, el Teatro Arriaga. Cruzando el puente, la Gran Vía, zona comercial. Al escucharlo, uno se pregunta ¿qué le llevo? ¿Un imán? ¿Una baldosa? Otro piensa me han sobrado seis cervezas. Total… Son del Manchester.
El Tottenham les metió el único gol del partido. El tercero, con la mirada perdida, sólo escucha un eco. El rebote de una pelota entre las paredes de su cráneo. La que no cruzó la portería del Tottenham, aunque lo intentó, mucho. El café les indica a la derecha, el parque del Arenal y la ría. El tercero mira en esa dirección impactando de frente contra el kiosco de helados. Atravieso el Arenal con una sorpresa incontenible, cada banco y cada árbol están en su lugar y en el suelo no hay un solo vaso, ni una colilla, ni un kleenex. Siento que he accedido a un universo paralelo que se superpone al real. El día anterior desembarcaron en esta ciudad 55.000 británicos futboleros, hombres en un 99%. ¿Dónde están las huellas? El escuadrón de limpieza municipal no es de esta ciudad, es de otro mundo.
Antes de que acabe la fiesta ya está haciendo desaparecer su rastro. En los desfiles infantiles y en las manifestaciones avanza barriendo y aspirando pasquines tras la última fila. Condena toda la épica de pancartas, lemas y megáfonos a tiempo real, mientras se despliega. Estoy segura de que si dejo caer el envoltorio de un chicle una mano seguida de un buzo verde aparecerá entre mis piernas y lo cogerá al aire.